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Historias de venezolanos que emigraron con título en mano y a trabajar duro

Jhoandry Suárez

“Desde que salí de mi casa (en Venezuela) he dormido en el piso”, la sola frase demuele y desbarata esperanzas que atizan el sueño de emigrar y encontrar un “futuro mejor”. Estrujan el boleto de avión y marginan las fantasías. Carlos Marín, fue claro cuando la dijo. El frío ha dormido cerca de su colchoneta o colchón inflable desde hace un año, haciéndole añorar la calidez venezolana que espera reencontrar algún día en su país. 

Su título de odontólogo emigró con él a Estados Unidos el 10 de marzo del 2016. Allí, el trabajo estuvo alejado de un sillón dental y apegado a la limpieza de un restaurante. El pago era aceptable, asevera, 600 dólares semanales, sin días libres, suficientes para los gastos básicos, excepto alquiler porque se residenciaba en casa de un familiar. Un permiso de trabajo para legalizar su estatus lo consideraba una utopía, debía conformarse con estar bajo cuerda como “turista”. 

Su espacio en EE UU se reducía a tal punto que cada noche  “religiosamente tenía que llenar un colchón inflable” pues no tenía lugar donde guardarlo en su casa. Allá celebró su primer cumpleaños lejos de sus padres, allá por primera vez lloró por la nostalgia. Pero el hecho de querer ejercer su profesión lo terminó llevando de nuevo al Sur, pero a Argentina. 

En la tierra de la Patagonia lo esperó otro trabajo, durante cuatro meses, en un restaurante, esta vez como mesonero. Sus gestiones le permitieron recibir un permiso temporal, llamado “precaria”, para trabajar y estudiar durante tres meses, esto también funcionaba como comprobante de que esperaba “la residencia”.

El desayuno servido de cada día era cereal, para ahorrar. Por suerte, la cena estaba garantizada en donde laboraba. Ganaba 12 mil pesos netos, también sin días libre, por estar en temporada alta. El arriendo tocaba compartirlo con dos personas más para aliviar costos. 

En Argentina, de nuevo volvió a escuchar el “vos” (que tanto había oído en Maracaibo), pero precedido por un “pibe” o “che”.

“Eran trabajos dignos -apunta- y en ellos me iban muy bien, pero como persona deseaba crecer en lo mío, en mi profesión, y como extranjero resultaba muy complicado”, expresa. Esta insatisfacción, por último, lo impulsó a volar a Cartagena, Colombia, y por fin, ocupar una silla dental, gracias a su mamá colombiana. 

Carlos es tan solo un testimonio de los emigrantes que han salido del país. Solo hasta el 2015 se ubicaban en 133.381, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Un éxodo enfocado en buscar “oportunidades”, seguridad y calidad de vida. Al menos, en esto coinciden los entrevistados. No obstante, el viaje, la estadía, las vicisitudes y largos procesos burocráticos les muestran la cara cruda de vivir como extranjeros. 

 

Aunque no se conocen las cifras oficiales de la salida de emigrantes, los países Suramericanos se convierten en los primeros receptores por su cercanía con Venezuela.

Hasta los momentos, los gobiernos de Perú y Colombia han flexibilizado ciertas normas para la entrada de venezolanos. Al contrario de Panamá donde exigirán visa para ingresar y en Chile se avizora un cambio en la legislación que podría restringir ciertos beneficios.

Desde el vecino país, Marión Briceño, marabina con seis años fuera, advierte:

“La gente tiene la idea errada de que llegan aquí y les espera la tierra prometida, pues no. Acá hay muchos venezolanos pasándola duro. A los indocumentados a veces les pegan 20 mil pesos diarios (el salario mínimo es de 737.717 pesos) y los hacen trabajar hasta 12 horas diarias de lunes a lunes”.

Las visas de trabajo también son cuesta arriba conseguir allí y desde el momento que se sella el pasaporte corren 90 días para lograr tener una. Incluso, personas se han regresado a Venezuela porque no la obtuvieron. Recientemente, el Gobierno de Juan Manuel Santos asignó permisos especiales de permanencia a los venezolanos que ingresaron antes del 28 de julio. Un beneficio que por poco consigue José Daniel Luzardo de 23 años, de no ser porque arribó a Río Hacha el 8 de agosto. 

“El permiso me lo piden en todos lados y aún no lo he podido sacar. Es contradictorio porque para que me lo den debo tener precisamente un contrato de trabajo”, relata el licenciado en Educación Integral, quien se residenció en Medellín. Hasta los momentos solo ha sido empleado en un restaurante como mesonero y esporádicamente, en fiestas infantiles.

Reconoce que tenía un puesto de trabajo bien remunerado en Venezuela, pero el contexto político y económico lo agobiaban. 

Mientras para José se descuentan los 90 días, Diego Sandoval, en Chile, pudo encontrar la autorización laboral en el país austral, regido también por una legislación que estipula tres meses para la gestión

La mayor flexibilización para la visa de residencia en la nación chilena, es el  elemento que lo hace tan atractivo últimamente para Venezuela y el resto del mundo. Con una oferta laboral (no necesariamente contrato), Diego lo obtuvo, más documentos apostillados, antecedentes penales y partida de nacimiento. Describe que cada vez observa más venezolanos en este papeleo. 

Ya ha pasado por cuatro trabajos, ninguno relacionado directamente con Contaduría, profesión para la que estudió y se graduó hace dos años. “

Vendí  productos y no me pagaban un sueldo sino por ventas, pasé un mes lavando platos en un restaurante y ahí explotaban a la gente. Luego fui garzón (mesonero), después fui a otro restaurante  como ayudante de mesero”, expone.

¿Vive bien? Es la interrogante que salta. Argumenta que sí, pero hay que “trabajar duro”, sobre todo porque el alquiler le cuesta junto con otras dos personas unos 850 dólares, mientras el sueldo mínimo en Chile es de 410 (264 mil pesos chilenos). 

Además de la voluntad de trabajar duro, Yoander Suárez, ingeniero civil, explica que donde se llegue hay que tener los documentos en regla y dinero, para inicialmente correr con gastos de alimentación, arriendo y de trámites.

Ya con seis meses en el país inca, el marabino de 40 años indica que los primeros cinco fueron complicados porque nadie le daba un puesto en alguna empresa o compañía debido al permiso (para el cual solicitan hasta ficha de Interpol). Su alternativa era vender comida en compañía de su esposa, de nacionalidad peruana. Las arepas y pastelitos se convirtieron en parte del menú. Las ganancias solo eran suficientes para pagar el apartamento y comprar alimentos diariamente. La preocupación por su familia, integrada por tres hijos, era recurrente. 

Ahora ejerce como ingeniero pero en proyectos adentrados en la selva peruana, cuando antes lo hacía en Delta Amacuro. Una situación parecida por la que pasó Marvin Chuecos, ingeniero pero en electrónica, y quien esperó unos seis meses para encontrar un puesto como planificador de logística en Ecuador, tras cargar cajas en una tienda de útiles y por lo que recibía 10 dólares diarios por más de ocho horas de trabajo. “Me sentí inquieto porque comía del día a día y de lo que podía hacer”, señala.   

Por lo tanto, el “sueño latinoamericano” tiene una cuota de sudor y nostalgia que algunos venezolanos se disponen a dar en otras latitudes, a pesar de los riesgos que pueda implicar.

Fuente Panoramahttp://www.panorama.com.ve/ciudad/Historias-de-venezolanos-que-emigraron-con-titulo-en-mano-y-a-trabajar-duro—20170828-0054.html

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“Desde que salí de mi casa (en Venezuela) he dormido en el piso”, la sola frase demuele y desbarata esperanzas que atizan el sueño de emigrar y encontrar un “futuro mejor”. Estrujan el boleto de avión y marginan las fantasías. Carlos Marín, fue claro cuando la dijo. El frío ha dormido cerca de su colchoneta o colchón inflable desde hace un año, haciéndole añorar la calidez venezolana que espera reencontrar algún día en su país. 

Su título de odontólogo emigró con él a Estados Unidos el 10 de marzo del 2016. Allí, el trabajo estuvo alejado de un sillón dental y apegado a la limpieza de un restaurante. El pago era aceptable, asevera, 600 dólares semanales, sin días libres, suficientes para los gastos básicos, excepto alquiler porque se residenciaba en casa de un familiar. Un permiso de trabajo para legalizar su estatus lo consideraba una utopía, debía conformarse con estar bajo cuerda como “turista”. 

Su espacio en EE UU se reducía a tal punto que cada noche  “religiosamente tenía que llenar un colchón inflable” pues no tenía lugar donde guardarlo en su casa. Allá celebró su primer cumpleaños lejos de sus padres, allá por primera vez lloró por la nostalgia. Pero el hecho de querer ejercer su profesión lo terminó llevando de nuevo al Sur, pero a Argentina. 

En la tierra de la Patagonia lo esperó otro trabajo, durante cuatro meses, en un restaurante, esta vez como mesonero. Sus gestiones le permitieron recibir un permiso temporal, llamado “precaria”, para trabajar y estudiar durante tres meses, esto también funcionaba como comprobante de que esperaba “la residencia”.

El desayuno servido de cada día era cereal, para ahorrar. Por suerte, la cena estaba garantizada en donde laboraba. Ganaba 12 mil pesos netos, también sin días libre, por estar en temporada alta. El arriendo tocaba compartirlo con dos personas más para aliviar costos. 

En Argentina, de nuevo volvió a escuchar el “vos” (que tanto había oído en Maracaibo), pero precedido por un “pibe” o “che”.

“Eran trabajos dignos -apunta- y en ellos me iban muy bien, pero como persona deseaba crecer en lo mío, en mi profesión, y como extranjero resultaba muy complicado”, expresa. Esta insatisfacción, por último, lo impulsó a volar a Cartagena, Colombia, y por fin, ocupar una silla dental, gracias a su mamá colombiana. 

Carlos es tan solo un testimonio de los emigrantes que han salido del país. Solo hasta el 2015 se ubicaban en 133.381, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Un éxodo enfocado en buscar “oportunidades”, seguridad y calidad de vida. Al menos, en esto coinciden los entrevistados. No obstante, el viaje, la estadía, las vicisitudes y largos procesos burocráticos les muestran la cara cruda de vivir como extranjeros. 

 

Aunque no se conocen las cifras oficiales de la salida de emigrantes, los países Suramericanos se convierten en los primeros receptores por su cercanía con Venezuela.

Hasta los momentos, los gobiernos de Perú y Colombia han flexibilizado ciertas normas para la entrada de venezolanos. Al contrario de Panamá donde exigirán visa para ingresar y en Chile se avizora un cambio en la legislación que podría restringir ciertos beneficios.

Desde el vecino país, Marión Briceño, marabina con seis años fuera, advierte:

“La gente tiene la idea errada de que llegan aquí y les espera la tierra prometida, pues no. Acá hay muchos venezolanos pasándola duro. A los indocumentados a veces les pegan 20 mil pesos diarios (el salario mínimo es de 737.717 pesos) y los hacen trabajar hasta 12 horas diarias de lunes a lunes”.

Las visas de trabajo también son cuesta arriba conseguir allí y desde el momento que se sella el pasaporte corren 90 días para lograr tener una. Incluso, personas se han regresado a Venezuela porque no la obtuvieron. Recientemente, el Gobierno de Juan Manuel Santos asignó permisos especiales de permanencia a los venezolanos que ingresaron antes del 28 de julio. Un beneficio que por poco consigue José Daniel Luzardo de 23 años, de no ser porque arribó a Río Hacha el 8 de agosto. 

“El permiso me lo piden en todos lados y aún no lo he podido sacar. Es contradictorio porque para que me lo den debo tener precisamente un contrato de trabajo”, relata el licenciado en Educación Integral, quien se residenció en Medellín. Hasta los momentos solo ha sido empleado en un restaurante como mesonero y esporádicamente, en fiestas infantiles.

Reconoce que tenía un puesto de trabajo bien remunerado en Venezuela, pero el contexto político y económico lo agobiaban. 

Mientras para José se descuentan los 90 días, Diego Sandoval, en Chile, pudo encontrar la autorización laboral en el país austral, regido también por una legislación que estipula tres meses para la gestión

La mayor flexibilización para la visa de residencia en la nación chilena, es el  elemento que lo hace tan atractivo últimamente para Venezuela y el resto del mundo. Con una oferta laboral (no necesariamente contrato), Diego lo obtuvo, más documentos apostillados, antecedentes penales y partida de nacimiento. Describe que cada vez observa más venezolanos en este papeleo. 

Ya ha pasado por cuatro trabajos, ninguno relacionado directamente con Contaduría, profesión para la que estudió y se graduó hace dos años. “

Vendí  productos y no me pagaban un sueldo sino por ventas, pasé un mes lavando platos en un restaurante y ahí explotaban a la gente. Luego fui garzón (mesonero), después fui a otro restaurante  como ayudante de mesero”, expone.

¿Vive bien? Es la interrogante que salta. Argumenta que sí, pero hay que “trabajar duro”, sobre todo porque el alquiler le cuesta junto con otras dos personas unos 850 dólares, mientras el sueldo mínimo en Chile es de 410 (264 mil pesos chilenos). 

Además de la voluntad de trabajar duro, Yoander Suárez, ingeniero civil, explica que donde se llegue hay que tener los documentos en regla y dinero, para inicialmente correr con gastos de alimentación, arriendo y de trámites.

Ya con seis meses en el país inca, el marabino de 40 años indica que los primeros cinco fueron complicados porque nadie le daba un puesto en alguna empresa o compañía debido al permiso (para el cual solicitan hasta ficha de Interpol). Su alternativa era vender comida en compañía de su esposa, de nacionalidad peruana. Las arepas y pastelitos se convirtieron en parte del menú. Las ganancias solo eran suficientes para pagar el apartamento y comprar alimentos diariamente. La preocupación por su familia, integrada por tres hijos, era recurrente. 

Ahora ejerce como ingeniero pero en proyectos adentrados en la selva peruana, cuando antes lo hacía en Delta Amacuro. Una situación parecida por la que pasó Marvin Chuecos, ingeniero pero en electrónica, y quien esperó unos seis meses para encontrar un puesto como planificador de logística en Ecuador, tras cargar cajas en una tienda de útiles y por lo que recibía 10 dólares diarios por más de ocho horas de trabajo. “Me sentí inquieto porque comía del día a día y de lo que podía hacer”, señala.   

Por lo tanto, el “sueño latinoamericano” tiene una cuota de sudor y nostalgia que algunos venezolanos se disponen a dar en otras latitudes, a pesar de los riesgos que pueda implicar.

Fuente Panoramahttp://www.panorama.com.ve/ciudad/Historias-de-venezolanos-que-emigraron-con-titulo-en-mano-y-a-trabajar-duro—20170828-0054.html

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