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Venezolanos, víctimas de una migración desesperada

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María José Martínez / martinezmarijo@gmail.com

Yelitza Gómez lleva tres meses en los Estados Unidos, pero, con las seis mudanzas y los innumerables trabajos que ha tenido, siente que pasaron cinco años de su vida, publica 2001.com.ve.

“Lo más difícil ha sido venir con los niños, ellos no están felices aquí”, dice mientras dobla la ropa que le tocó lavar en una lavandería pública, ubicada frente a su casa.

El apartamento de una habitación, donde vive, está cerca de la “Pequeña Haití”, zona situada al norte de Miami, conocida por congregar a inmigrantes del país caribeño y considerada entre las menos seguras. Es en este lugar en el que Yelitza (nombre con el que prefiere identificarse) intenta hacer un hogar para sus hijos, de 5 y 2 años de edad.

“Mi angustia es conseguir la renta. El jueves tengo que pagar $700 y solo tengo $500. Le dije a mi esposo que vendiéramos los anillos de matrimonio, pero a la calle no volvemos”, dice esta docente universitaria y licenciada en Recursos Humanos, de 30 años de edad, que trabajó en la Administración Pública.

Los pocos enseres y utensilios con los que amobló la casa fueron regalados por conocidos o donados por el programa “Raíces” de la ONG Venezuelan Awareness Foundation que ayuda a venezolanos en situación de carestía.

Urgencia de migrar

Dejar Cumaná, donde Yelitza vivió 13 años, no fue difícil. A su esposo, cajero de un banco del Estado, lo despidieron por su posición política. “Como a mí, le hicieron la guerra hasta botarlo”, contó.

No fue quedarse sin trabajo y sin seguro médico, o el robo de su moto, lo que los hizo dejar el país, sino la escasez de un antibiótico para curarle la amibiasis a unos de sus hijos. “Tuvimos que darle un remedio vencido. Los últimos días, abría la nevera y no tenía que darle de comer”, relató.

Una pesadilla

Como muchos que emigran, a ella y a su esposo los enamoraron con el “sueño americano”. Vendieron sus bienes más preciados y solicitaron el cupo Cadivi, único acceso a dólares para viajar al exterior.

Con el dinero reunido, alrededor de $4.200 y la propuesta de ayuda de sus familiares llegaron a casa de una prima, en Miami. La luna de miel duraría menos de una semana. Los problemas de convivencia por cocinar, comer o “sacudir a mis hijos” , tensaría las relaciones; lo que los obligó a peregrinar por otros tres lugares antes de llegar al apartamento que hoy sus hijos dibujan como un hogar.

“Si lo volviera a pensar no me vendría para acá, buscaría otro sitio. Aquí si estás ilegal no puedes trabajar y pasas mucha necesidad”. Por ahora, su esposo, de 31 años de edad, reparte comida durante 12 o 14 horas al día, en las que reúne $40, mientras ella limpia casas, a veces durante la madrugada, y entre los dos ganan $3 la hora.

Su último empleo en un restaurante colombiano, en Miami Beach, le dejó el sabor amargo de la discriminación. “Nunca imaginé que un latino explotara a otro latino. Por ser venezolano te hacen trabajar más que el resto”.

La situación de Yelitza es desconocida por su familia en Venezuela. Sin embargo, con los 50 centavos que tiene en el bolsillo y los $25 que le quedan a su esposo, es optimista.

“Pese a todo creo ha valido la pena, mis hijos hablan inglés. La comida y el colegio no me falta porque recibo apoyo de la iglesia y el Gobierno. Además, tengo un socio que está allá arriba y me ayuda”.

Fuente: La Patilla

http://www.lapatilla.com/site/2016/08/28/venezolanos-victimas-de-una-migracion-desesperada/

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María José Martínez / martinezmarijo@gmail.com

Yelitza Gómez lleva tres meses en los Estados Unidos, pero, con las seis mudanzas y los innumerables trabajos que ha tenido, siente que pasaron cinco años de su vida, publica 2001.com.ve.

“Lo más difícil ha sido venir con los niños, ellos no están felices aquí”, dice mientras dobla la ropa que le tocó lavar en una lavandería pública, ubicada frente a su casa.

El apartamento de una habitación, donde vive, está cerca de la “Pequeña Haití”, zona situada al norte de Miami, conocida por congregar a inmigrantes del país caribeño y considerada entre las menos seguras. Es en este lugar en el que Yelitza (nombre con el que prefiere identificarse) intenta hacer un hogar para sus hijos, de 5 y 2 años de edad.

“Mi angustia es conseguir la renta. El jueves tengo que pagar $700 y solo tengo $500. Le dije a mi esposo que vendiéramos los anillos de matrimonio, pero a la calle no volvemos”, dice esta docente universitaria y licenciada en Recursos Humanos, de 30 años de edad, que trabajó en la Administración Pública.

Los pocos enseres y utensilios con los que amobló la casa fueron regalados por conocidos o donados por el programa “Raíces” de la ONG Venezuelan Awareness Foundation que ayuda a venezolanos en situación de carestía.

Urgencia de migrar

Dejar Cumaná, donde Yelitza vivió 13 años, no fue difícil. A su esposo, cajero de un banco del Estado, lo despidieron por su posición política. “Como a mí, le hicieron la guerra hasta botarlo”, contó.

No fue quedarse sin trabajo y sin seguro médico, o el robo de su moto, lo que los hizo dejar el país, sino la escasez de un antibiótico para curarle la amibiasis a unos de sus hijos. “Tuvimos que darle un remedio vencido. Los últimos días, abría la nevera y no tenía que darle de comer”, relató.

Una pesadilla

Como muchos que emigran, a ella y a su esposo los enamoraron con el “sueño americano”. Vendieron sus bienes más preciados y solicitaron el cupo Cadivi, único acceso a dólares para viajar al exterior.

Con el dinero reunido, alrededor de $4.200 y la propuesta de ayuda de sus familiares llegaron a casa de una prima, en Miami. La luna de miel duraría menos de una semana. Los problemas de convivencia por cocinar, comer o “sacudir a mis hijos” , tensaría las relaciones; lo que los obligó a peregrinar por otros tres lugares antes de llegar al apartamento que hoy sus hijos dibujan como un hogar.

“Si lo volviera a pensar no me vendría para acá, buscaría otro sitio. Aquí si estás ilegal no puedes trabajar y pasas mucha necesidad”. Por ahora, su esposo, de 31 años de edad, reparte comida durante 12 o 14 horas al día, en las que reúne $40, mientras ella limpia casas, a veces durante la madrugada, y entre los dos ganan $3 la hora.

Su último empleo en un restaurante colombiano, en Miami Beach, le dejó el sabor amargo de la discriminación. “Nunca imaginé que un latino explotara a otro latino. Por ser venezolano te hacen trabajar más que el resto”.

La situación de Yelitza es desconocida por su familia en Venezuela. Sin embargo, con los 50 centavos que tiene en el bolsillo y los $25 que le quedan a su esposo, es optimista.

“Pese a todo creo ha valido la pena, mis hijos hablan inglés. La comida y el colegio no me falta porque recibo apoyo de la iglesia y el Gobierno. Además, tengo un socio que está allá arriba y me ayuda”.

Fuente: La Patilla

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